Vacuna contra la pobreza

"Aconsejar austeridad a los pobres es a la vez grotesco e insultante. Es como aconsejar que coma menos al que se está muriendo de hambre". (Oscar Wilde)

El tábano economista | 2 de enero de 2021

“M’Balu Tucker, de 17 años, ya era pobre antes de la pandemia. Vive en Sierra Leona, en una aldea que tiene una sola escuela primaria y un solo grifo de agua, ambos insuficientes para todos los pobladores. No hay electricidad y los caminos no están pavimentados”. Esta niña, junto con otras mujeres jóvenes, participa de un proyecto financiado por la Corporación Financiera Internacional (IFC), institución miembro del Grupo Banco Mundial, donde se les enseña a fabricar y vender jabón. ¿Es una broma donde hay un solo grifo? ¡No lo es! ¡Así de emprendedor es el Banco Mundial!

Según datos del 2010, uno de cada cinco niños (casi 20 millones a nivel mundial) no recibieron las vacunación básica. Alcanzar esa quinta parte de la población infantil era fundamental para conseguir el objetivo del milenio: reducir dos tercios la mortalidad infantil para 2015. Viejos deseos y nuevos presagios de un decadente porvenir. Como se ve a través de los años, tanto enfermedades infecciosas, contagiosas, influencias o pandemias han sido una perfecta muestra de desigualdad.

Hace 20 años la alianza trilateral, conformada por India, Brasil y Sudáfrica (IBSA), aunó sus esfuerzos frente a tres enfermedades que consideraba prioritarias: el sida, la malaria y la tuberculosis, denominadas “enfermedades de los pobres”, al ser un reflejo paradigmático de la desigualdad y el subdesarrollo, en general, enfermedades endémicas que impulsaron la idea de eliminar las medidas de propiedad intelectual y permitirle a estas naciones fabricar sus medicamentos.

Hace una década, algunas potencias mundiales exhibieron su poder cuando compraron tantas vacunas contra la influenza A (H1N1) que al final tuvieron que desecharlas o revenderlas. Por eso, el mismo movimiento histórico de la India y Sudáfrica, esta vez sin Brasil, solicitó el 2 de octubre del 2020 a la Organización Mundial del Comercio (OMC) que permitiera a todos los países optar por no otorgar ni hacer cumplir las patentes ni otras medidas de propiedad intelectual para medicamentos, vacunas, pruebas de diagnósticos y otras tecnologías para el COVID-19 mientras dure la pandemia y hasta que se logre alcanzar una inmunidad de grupo a nivel mundial.

Hasta ahora, todas las dosis de Moderna y el 96% de las de Pfizer-BioNTech han sido adquiridas por países ricos. Los datos actualizados muestran que los países centrales, que representan apenas el 14 % de la población mundial, han adquirido el 53% de todas las vacunas más prometedoras a la fecha. Cerca de 70 países pobres solo podrán vacunar a una de cada diez personas contra el Covid-19 el próximo año.

Lo extraño de esta lógica es que, mientras las naciones de todo el mundo competían por las vacunas contra el coronavirus, incluso antes de que estén listas, la administración Trump, es decir, el Estado norteamericano, realizó una de las inversiones más grandes hasta el momento, anunciando un contrato de casi US$ 2 mil millones con Pfizer y BioNTech por 100 millones de dosis en diciembre. En buen romance, el Estado americano subsidió la investigación de la vacuna al garantizar un mercado para su producto. Berlín, por su parte (BioNTech), otorgó a la empresa alemana 445 millones de dólares por un acuerdo en septiembre para ayudar a acelerar la vacuna mediante el desarrollo de capacidad de fabricación e impulso en su mercado local.

Es decir, la financiación del desarrollo de la vacuna fue, en su totalidad, publica. Pensemos ahora en Moderna. La farmacéutica estadounidense ha recibido alrededor de 2.500 millones de dólares provenientes de distintos departamentos gubernamentales. En agosto, cuando la vacuna solo era una vana esperanza, fuentes de la compañía explicaban que el “100% de la financiación era federal”. Es decir, no solo son en su totalidad fondos públicos, sino que cuando se anunció la posibilidad de su desarrollo Pfizer incrementó el valor de sus acciones en 25%, muy poco en comparación con BioNTech, que lo hizo en 300%, más de 30.000 millones, y Moderna, una empresa desconocida, vio subir sus acciones en 700%.

Ustedes se preguntarán por qué hay países que no son escuchados, aun y cuando los riesgos de la pandemia son inherentes al mundo en general. Tener o no la vacuna modifica las expectativas de un inminente, aunque no probado, repunte económico. Nuevamente los pobres tardarán más en estabilizar su economía si no se pueden vacunar, extendiendo el ciclo de depresión, mientras los países centrales, que han comprado la mayoría de las vacunas con posibilidades de éxito, podrán salir más rápidamente del estancamiento económico.

Otra de las razones de tal falta de colaboración es que solo Pfizer y Moderna generarán el próximo año,US$ 33.200 millones en ingresos por la vacuna. Se proyecta que en 2021 Pfizer por sí sola obtendrá US$ 19.000 millones en ingresos por dicha fuente contra el COVID-19, según . Eso se suma a un estimado de US$ 975 millones en ingresos por vacunas en 2020, mientras que Moderna espera recaudar este año US$ 13.200 millones.

No solo la grieta está en las vacunas y sus negocios. Los creadores de la exitosa saga de producción y venta de jabón esta vez nos deleitan con un nuevo relato novelesco, donde el neoliberalismo nada tiene que ver con el incremento de la pobreza, la desigualdad, sino que los motores del desorden económico mundial han sido los conflictos armados, el cambio climático y, por supuesto, el salvador COVID-19. Desde hace 25 años la pobreza extrema se deslizaba por un tobogán retrocediendo en el mundo a un tasa del 1% anual, es decir, según el Banco Mundial, pasó de 1900 millones de pobres en los noventa a 700 millones en la actualidad.

Algunas aclaraciones serían importantes. Unos 800 millones fueron por obra y gracia del Partido Comunista chino y los aproximadamente 400 millones restantes corresponden al mundo libre; todo esto hasta el 2015, de ahí en adelante la cosa se desmadró. Según el mencionado organismo internacional, los cambios climáticos podrían contribuir a aumentar la pobreza en unos 135 millones hasta el 2030, unos 50 millones los conflictos y otros 200 millones el COVID-19. Y así volveríamos al principio.

Antes de la pandemia el Banco Mundial modificó algunos parámetros, sobre todo los que tienen que ver con “la pobreza monetaria”, para la que les encanta fijar valores. Lo interesante es que una cosa es la pobreza extrema, que, dicen, redujo su avance, y otra cosa es la pobreza media, es decir, quienes viven con 3.50 a 5.50 dólares por día. Estos serían una especie de indigentes de clase media, que ante pequeñas oscilaciones económicas caerían nuevamente en la pobreza extrema.

En Oriente Medio y el norte de África, por ejemplo, se ha registrado un aumento de la tasa de pobreza extrema, pasando del 2,3 % en 2013 al 3,8% en el 2015 y el 7,1% en el 2018, a raíz, nuevamente según el BM por los conflictos en la República Árabe Siria y la República del Yemen. Los impactos del cambio climático también pueden incluir aumentos del precio de los alimentos, deterioro de las condiciones de salud y exposición a desastres naturales, como las inundaciones. Y por el lado de la pandemia, en los próximos años el Banco Mundial entiende que en 78 de los 91 países de los que dispone de datos, el crecimiento inclusivo disminuirá, aunque nunca dijo que existía un crecimiento inclusivo con anterioridad.

Lo único cierto de este relato disimulado es que las personas más pobres también son más propensas a trabajar en ocupaciones y sectores menos compatibles con el distanciamiento social (por ejemplo, la construcción, la manufactura con uso intensivo de mano de obra y el pequeño comercio minorista), pero lo más importante es que los pobres son campesinos o viven en zona rurales, pero, por sobre todo, son JÓVENES.

Cuatro de cada cinco personas que son pobres pertenecen a zonas rurales, y a pesar que representan el 48% de la población mundial, la mayoría de la pobreza está en esas zonas. Y desde el 2015 la pobreza comenzó a subir y nunca dejó de hacerlo. La mitad de los pobres del mundo tiene menos de 15 años. Y aquí sí, y desde hace mucho tiempo, se plantea un problema. Estos jóvenes pobres de hoy serán los pobres no escolarizados del mañana. Ellos necesitan una ayuda del Estado benefactor para llevar una vida más digna todos los meses, por la desgracia de haber caído en la pobreza ¿por el calentamiento global?

Queda claro desde esta mirada que los culpables de la pobreza son los pobres. Es que ellos tienen gran responsabilidad por los abultados desequilibrios presupuestarios y de la monetización del difícit. El pensamiento único habla del crowding out, o, traducido al español, el efecto desplazamiento. Según esta teoría, el déficit público, aun cuando se financiase en el mercado, desplaza al sector privado de la obtención de los recursos que precisa para sus inversiones, lo que perjudica gravemente la actividad económica. O sea, por culpa de ellos se emite, se malgasta, se retrasa la expansión económica, porque el financiamiento privado está dirigido a que no mueran a fin de mes, comprando deuda, ampliando el déficit, pagando más intereses que paralizarían al sector privado, en vez de impulsar su inversión.

Dada esta lógica en donde, por cuestiones exógenas, los platos rotos los pagan siempre los mismos, también hay que distinguir entre países ricos con espalda fiscal y países pobres con deslucidas iniciativas para mantener a raya un presupuesto desbordado y desfinanciado por culpa de los pobres. Aquí parecería que no hay gobiernos tomando deuda, ni permitiendo que empresas contaminen, nada de eso existe. Al parecer es más fácil un rescate financiero que un rescate social.

Primero, hagamos unas simples cuentas para entender de qué hablamos. Son cálculos básicos, sumas y divisiones, eso sí, con muchos ceros. Estados Unidos acaba de aprobar un paquete de medidas –estímulo fiscal, o sea, deuda, déficit– para paliar las consecuencias económicas del COVID-19 por unos US$ 900.000.000.000, algo así como 4 veces el PBI de Argentina. Pero este es el último tramo aprobado de los US$ 3 billones (3.000.000.000.000) que se autorizaron al inicio de la pandemia. En total, hasta ahora, en Estados Unidos se aprobaron US$ 3.9 billones.

Esto es, en realidad, 16 veces el PBI argentino, y 332 veces el déficit fiscal que tanto preocupa a la derecha nacional. La Unión Europea, por su parte, aprobó también un estímulo fiscal de US$ 1.8 billones y cree que en total termina con una ayuda de US$ 2.5 billones, es decir, entre la UE y los EE. UU. van a financiar un déficit de US$ 6.5 billones. Con un total de 774 millones de habitantes, se darán unos 8.400 dólares por ciudadano.

Recuerdan que dijimos que el mundo tenía 400 millones de personas, en su mayoría jóvenes, en situación de extrema pobreza, y que no podía terminarse con este penar. Veamos. Si tomáramos los US$ 6.5 billones y los dividiéramos entre los 400 millones de pobres, nos daría US$ 16.500 por pobre, pero como cada uno, si es un miserable top, gasta US$ 5.5 por día, durante 365 días al año, nos costaría unos 2.007 dólares al  año, por lo que podríamos pagarle esa suma durante 8 años, hasta que se nos ocurra algo mejor.

Si los bancos centrales, tras el colapso del 2008, crearon montañas de dinero público para evitar el hundimiento del sector financiero privado, ¿por qué no pueden hacer ahora lo mismo con el arrasado tejido productivo y rescatar a millones de trabajadores y pequeñas empresas que han visto esfumarse súbitamente sus medios de subsistencia? Sobre todo, por qué no se puede hacer lo mismo para que los pobres no sean pobres. Es decir, el financiamiento monetario del déficit es un árbol mágico de dinero o un helicóptero, como lo popularizado por Milton Friedman, que crea toda una serie de trastornos cuando es para los pobres, cuando se trata de: sector financiero, mercado de capitales, grandes compañías, la emisión monetaria no molesta, ni crea inconvenientes, ni siquiera a contramano de sus relato, inflación.

“El capitalismo sin bancarrota es como el catolicismo sin infierno”, y sin inequidad sería un desastre. Los virus, las enfermedades, las vacunas, el déficit fiscal y las deudas no son iguales para ricos y pobres. Ni para contraerlos ni para solucionarlos. Fantasmas y sábanas se entremezclan en espeluznantes figuras que, en algunos casos, nos acobardan y en otros no se sabe si son imaginarias. Con poco se podría dejar la pobreza atrás y con muy poco la importancia de la deuda y el déficit. No es este el año estatal y tampoco el que viene será el de la inversión privada, porque esta se perdió en el olvido hace mucho tiempo.