Los imprecisos y siempre espeluznantes efectos del default
Pocos periodistas han tenido la honestidad intelectual de plantearse las presuntas consecuencias del impago al FMI. Me imagino que Alejandro Bercovich, el único que conozco que lo hizo en su artículo ¿Y si no le pagamos al fondo?, ha cometido la insolencia de preguntárselo en voz alta. Percibo además que fue con acentuado conocimiento de un sinnúmero de evidencias económicas expuestas ante tal herejía y jamás probadas.
Nada puede hacer que el país funcione si no hay un acuerdo con el FMI, según el establishment, los medios y la política. Y si bien tiene lógica, es la misma que planteamos como una prolongación del acuerdo con los bonistas privados. Los estados de ánimo han transitado oscilaciones que van desde la querella criminal propuesta por el actual mandatario Alberto Fernández al expresidente por la toma de la deuda, al temor que transita en Casa Rosada de ser el presidente del default. O la profunda creencia, para su provecho, expuesto en una entrevista en el programa de Brecovich “brotes verdes” por el presidente de la Cámara de Diputados Sergio Massa, donde divide el mundo entre: ingenuas conjeturas académicas dignas de debate de café, ante diferentes opciones de pago, por un lado. Y las crueles reglas de la realidad, diseñadas, propuestas y determinadas por los poderosos, con quienes el gobierno tiene que pactar.
Si bien todos los estudios de los 23 acuerdos con el FMI han arrojado demostrados fracasos, hay dos temas en el candelero que operan en contrario. El profundo enfrentamiento por parte de la coalición gobernante con Albert Einstein, quien afirmaba: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo.” Y la idea, por otro lado, que las fantasiosas consecuencias del default son extremadamente más costosas y atormentadoras para la sociedad que los condicionantes del FMI. La idea de este artículo es justamente esa: ¿las consecuencias de un default son tan devastadoras como lo plantean sus agoreros?
Primero trataremos de mostrar los dos lados de la moneda. El costado aterrador, donde las diez plagas de Egipto caerán sobre el país que se atreva solo a imaginar un retraso de los pagos al organismo internacional, imprudencia, según los relatos, jamás cometida por nación alguna. Y la otra cara, donde el peso de la deuda nacional ante el FMI puede traer consecuencias para el organismo y para los bonistas, que son los tenederos de las acreencias, en caso de impago. Los compradores de bonos son, por lo general, fondos de inversión que, ante el impago sufrirían el castigo del mercado en el valor de sus inversiones, desenlace que supone mediar por sus ganancias para solucionar el conflicto con la mayor celeridad y los menores daños posibles. O sea, nadie quiere ese costo.
Según los datos disponibles, el FMI tiene prestamos comprometidos por U$S288.000 millones, aunque solo han sido girados U$S136.000 millones y sus principales deudores son Argentina con U$S44.500 millones, Egipto con U$S12.000 millones, Pakistán, U$S6.000 millones y Ucrania con U$S 5.000 millones, es decir, Argentina tiene el 33% de las acreencias. A decir de los propios mercados, deuda demasiado grande para no arreglar con ventajas. Y si a esto le agregamos los U$S167.874 millones de títulos en moneda extranjera que se derrumbarían ante el impago, hay múltiples motivos para un festival de la teoría de los juegos, si se quisiera negociar algo.
Lo primero que hay que desmitificar son los horrores que acarreó el default argentino del 2001, muy oculto entre las políticas anteriores a la declaración de impago de deuda de 22 de diciembre del mismo año, por un lado, y la idea de que no hay retrasos en los pagos de ningún país en la historia, como mencionamos. En principio, en el artículo de Bercovich se destaca que entre 1975 y 2015 hubo 30 países que incumplieron sus pagos comprometidos ante el FMI, según el propio organismo, desmintiendo la inexistencia de tal atrevimiento, por cierto.
Aunque nos vayamos un poco más adelante con la cronología de los hechos, hay un diálogo muy simpático que tiene que ver con impagos entre Anoop Singh –director del Departamento del Hemisferio Occidental 2002 del FMI– y los representantes de la secretaria de finanzas argentina:
—Secretario de Finanzas argentino Guillermo Nielsen: Queremos informarte que el gobierno decidió no pagarle al Banco Mundial.
—Respuesta Anoop Singh: Ah, felicitaciones, esta es una muestra de la voluntad que tienen para acordar.
—Guillermo Nielsen: No, me parece que no entendiste: ¡nosotros no pagamos!
La Argentina había informado que no abonaría USD 250 millones correspondientes a una cuota de un bono del Banco Mundial. Esto fue en noviembre del 2002, y el entonces ministro de Economía, Roberto Lavagna, viajó a Washington y desde ahí le aconsejó al presidente que no pagara, que solo girara USD 79 millones de intereses como un pago simbólico para no romper formalmente el diálogo con Washington. Lo cierto es que nadie murió, no se tiraron de los balcones y la Argentina siguió sin crédito, igual que cuando declaró el default.
Resulta que en diciembre de 2001, el entonces presidente Adolfo Rodríguez Saá declara en el Congreso de la Nación la cesación de pagos, apelando a la responsabilidad del Poder Legislativo en el tratamiento de la cuestión, la cual había sido sistemáticamente delegada en el Poder Ejecutivo. Declara el default aplaudido, como se ve en video por la mayoría del Congreso de pie. A este acto se le indilgan las peores consecuencias que ha tenido que soportar la Argentina por tan dislocada acción.
La idea de ese entonces, al igual que la actual, era que Argentina pagaría un precio muy alto por el impago de su deuda, el más grande en la historia y que, además, este castigo duraría años. Esta creencia se mantuvo en los años subsiguientes y persiste en la actualidad. Sin embargo, como muestra el cuadro del Center for Economic Reasear (CERP) la economía argentina se contrajo solamente durante tres meses después de la cesación de pagos.
El sistema de “convertibilidad”, bajo el cual el peso argentino fue fijado a un tipo de cambio de uno a uno con el dólar, había sido una carga insoportable para la economía por mucho tiempo, una “camisa de fuerza” para la política monetaria y se había tornado insostenible. Es la misma dolarización que se intenta imponer en la actualidad. El gobierno de ese entonces, junto con el Fondo Monetario Internacional (FMI), operaba bajo el supuesto de que una política fiscal más ajustada era la clave para resolver la crisis económica. Las políticas de austeridad que resultaron de este supuesto, más una serie de locuras económicas, como el corralito, y corralón después, implementado por el ahora vocero Domingo Cavallo, llevaron a la desconfianza de la gente en el sistema financiero.
A pesar de haber incurrido en un impago (default) récord de USD 100 mil millones de su deuda soberana en diciembre de 2001. Al contrario del pensamiento establecido la recuperación posterior se logró sin ninguna ayuda de las instituciones financieras internacionales que, previo al colapso –y encabezadas por el Fondo Monetario Internacional (FMI)–, le habían otorgado al país miles de millones de dólares en préstamos, pero ante la corrida financiera de su superministro no acudió en su ayuda.
Los esfuerzos para sortear el default incluyen, entre otras medidas, la Ley de Responsabilidad Fiscal, aprobada a fines de 1999, que exigía al sector público reducir paulatinamente su déficit hasta llegar a cero en algunos años. En el 2001 el gobierno quedó virtualmente racionado por los mercados financieros (externo y local), y se aprobó una ley de “déficit cero”, que obligaba a la administración nacional a equilibrar sus cuentas inmediatamente. La norma garantizaba la cobertura de determinados rubros, en especial el pago de intereses por encima de sueldos y jubilaciones, lo que llevó a estas últimas a tener un recorte del 13%. Estas ideas venían de la mano del blindaje liderado por el FMI y, posteriormente, el mega-canje.
Antes, y desde 1998, el país venía sufriendo las verdaderas penurias. Durante dicha recesión (1998-2002), la economía perdió cerca del 20% de su PIB y la tasa de pobreza creció desde un 18,2 por ciento del total de hogares (octubre de 1998) hasta un 42,3 % en octubre de 2002, y el desempleo alcanzó el 21.5%. Cuando los peores momento de Argentina, el FMI, según Ignacio de Mendiguren en su libro 2001-2021. La historia no contada, el Fondo tenía una misión en la Argentina por esos días para aprobar un préstamo de U$S 1.260 millones, sin los cuales caería en default, y no lo aprobó.
Es decir, antes del default, cuando las verdaderas consecuencias de las políticas implementadas dirigían al país a la catástrofe, el FMI colaboró para ayudarlo a caer en ella, y cuando necesitó de su ayuda, se negó a solventar el préstamo para no asegurar el default. Pero, con posterioridad, ya en el primer año de gobierno, comenzó su normal acoso y condicionamiento para el que fue creado.
El mismo Anoop Singh, del que hablamos antes, declaró públicamente que “no se podía esperar que la comunidad internacional apoye a Argentina sin la implementación temprana de un marco que provea un balance adecuado entre los intereses de los prestamistas y de los deudores”. Los negociadores del FMI también demandaron la eliminación de una ley de “subversión económica”, bajo la cual el gobierno podía investigar actos cometidos por empresas, bancos o individuos que le causaran daños a la economía o a grandes sectores de la población. Durante este tiempo, el de normalización económica, y aun con grandes transferencias de pobres a ricos, retuvo fondos dirigidos a la asistencia de programas sociales, como un préstamo de U$S 700 millones, que ya había sido aprobado por el Banco Mundial, hasta concluir un acuerdo con el FMI.
Queda claro que quienes endeudaron hoy a la Argentina, y los que lo hicieron con anterioridad, son los mismos. El organismo con el que hoy negociamos colaboró para los traspiés del país, ayudando a quienes provocaron los peores desastres económicos así como la desmesurada e incomprensible concentración del ingreso. El default no es el causante de los miedos, sino las políticas implementadas por el establishment, ese es el verdadero cuco.
En el artículo de Bercovich se propone una idea. El economista Daniel Kostzer plantea hoy un pago en cuotas, ajustado a las normas habituales del FMI y a 10 años, pero no por el total sino por la porción de la deuda que le correspondía a la Argentina en función de su cupo. O sea, por unos U$S22 mil millones. “La negociación por el resto puede correr por canales separados, y durar mucho más tiempo, con la posible asistencia de aquellos países que apoyaron una medida fuera de reglamento para apoyar una determinada gestión, y de dudosa legalidad administrativa en su trámite”, sostiene el especialista ante la crisis. Eso mostraría cierta vocación de pago, como señalamos que hizo el gobierno de Duhalde con el Banco Mundial.
También Bercovich cita algunos fantasmas que, en realidad, bien podrían ser simplemente sábanas. Argentina no tendrá acceso al mercado de crédito, pues no lo tiene desde el 2018, por eso acudió al FMI. Se podrán recibir sanciones que retendrán créditos de otros organismos internacionales. Según el mencionado artículo, no pasarían los U$S5.000 millones, lo que no movería el amperímetro. Habrá juicios y embargos. Lo máximo que consiguieron en el pasado fue inmovilizar la fragata Libertad. ¿Argentina sufriría un boicot comercial de sus compradores? ¿Por qué China dejaría de comprar soja o carne, si compra la que le vende cualquier proveedor? ¿Se dispararía el dólar oficial? No necesariamente. Habrá más brecha con el dólar en el mercado negro, pero no tiene por qué convertirse en devaluación. La demanda para cobertura seguirá, pero el tope de 200 dólares para ahorrar está ahí y nadie se murió. El Gobierno debería esmerarse en ofrecer instrumentos de ahorro en pesos, para lo cual debería combatir la inflación con un plan heterodoxo integral y de largo plazo.
El problemas de los fantasmas es que uno solo se da cuenta que no existen cuando crece. Pero, en algún momento, uno se entera.