Ídolos
Era uno de esos días de mayo en los que empieza a oler a verano así que decidimos disfrutar de nuestra primera terraza, más apetecible que nunca después de unos meses de encierro forzado.
Salimos del centro comercial y nos sentamos en una mesa escogiendo sol y sombra, como siempre, una frente a la otra. Tortilla sin cebolla, chipirones, una clarita y refresco. Mientras esperamos la comida, una música familiar para ambas invade el espacio a modo de aperitivo. Nos miramos divertidas, reconocemos el tema, al cantante y claro, inevitablemente, bailamos en la silla mientras buscamos con la mirada el origen del tentempié sonoro. En la mesa de al lado, una pareja de avanzada edad, él observa el móvil de ella y sonríe con gesto melancólico mientras comenta algo en un tono casi imperceptible, supongo que por no incomodar al gran Battiato que, ajeno a la realidad, sigue diciendo que quiere vernos bailar.
Ante tan inesperado origen, la curiosidad me puede, ¡cómo no!, y continúo observando pero por el rabillo del ojo para no recibir una regañina por descarada. El hombre, muy despacio, saca un pañuelo de tela del bolsillo y se quita las gafas para limpiarse unas lágrimas incipientes. Ella lo mira con ternura y, después de acariciarle la espalda sin poder contener la emoción, busca otro tema y lo pincha para él, quizás rememorando aquellos tiempos en los que se enamoraron escuchando la música del italiano. Es entonces cuando nos miramos nuevamente con la consciencia de que ha ocurrido algo. Una búsqueda rápida en internet confirma nuestras sospechas. La desaparición del cantante era ya de por sí una noticia lamentable pero lo que más nos anudó la garganta fue la sensación de pérdida que podíamos percibir de nuestros compañeros de terraza.
Diría con seguridad que ni él ni ella llegaron a conocer personalmente a Franco Battiato. Quizás ni siquiera tuvieron la ocasión de verlo actuar en directo. Pero en la hora y media que compartimos espacio y melodía, pude apreciar su tristeza como la de quien ha perdido a una persona cercana y querida. La escena me llevó a la primera vez que tuve esa sensación, cuando Félix Rodríguez de la Fuente perdió la vida en Alaska, el día de su 52 cumpleaños. Tampoco lo conocía, no era alguien cercano en el plano físico pero era de esas personas que todos veíamos en televisión y que reunían de tal forma a la familia que acabábamos adoptándolas como parte de ella y lamentando su desaparición con verdadero dolor, reforzado en este caso por el famoso tema de Enrique y Ana que hizo llorar a toda una generación por un amigo que nunca nos trató. Y, hablando de amigos, ¿qué me decís de Chanquete? Ningún niño que haya crecido con Verano Azul habrá olvidado a ese Pancho corriendo por la playa mientras gritaba la icónica frase... Y hablamos de alguien que ni siquiera existió en la realidad.
Ya en plena adolescencia y con más miedos impuestos que propios, descubres una nueva enfermedad letal de mano del que la padece y lo confiesa como si la muerte que lo acecha fuese justo lo que merece. En los meses posteriores, ves como su figura se desdibuja como una ilustración en papel humedecido y sufres su muerte como la que más, incluso antes de que suceda. Lloré tanto por Freddie cuando lo perdimos como cuando lo vi renacido en la piel de Rami Malek.
También lloré por la Faraona, esa que muchos considerábamos una especie de ser inmortal hasta que la realidad te abofetea la cara nuevamente para recordarte que todos somos iguales ante la dama negra. Recuerdo sentirme avergonzada porque el militar se reía de mí al verme llorar por una gitana que no me tocaba en nada, pero con la cantidad de veces que me había acompañado a mí y a mis abuelos en tantas tardes de sábado, en tantas fiestas, en tantos bailes, era de recibo dedicarle al menos un llanto. Al igual que con la Reina, a Lola también volví a llorarla hace unos meses, esta vez sin pudor y por pura emoción, al verla en una imagen insólita, en pleno 2021 hablando de acento, raíces y empowerment gracias a la tecnología y a una marca de cerveza de cuyo nombre no quiero acordarme (soy gallega, neno).
Los ídolos provienen de imágenes de culto, esculturas en piedra que se utilizaban para representar a divinidades adoradas por diferentes grupos religiosos. Nadie se extraña de ver a alguien arrodillado ante una estatua, hablándole, rogándole, orando y, en ocasiones, llorando. Por lo general es algo respetado e incluso encomiable. Sin embargo, la crítica es habitual si idolatramos a una persona por sus logros, por su talento y por su aportación a la sociedad. Estos días hemos sido muchos los que sentimos la pérdida de Raffaella, y la lloramos. En cuanto me enteré, pensé en los abuelos fans de Battiato, en cómo se estarían tomando esta otra gran pérdida para los amantes de la música italiana... Seguro que la escena que presenciamos aquel día se repitió en infinidad de casas, incluida la suya, incluida la mía, y, sin embargo, no han faltado los comentarios jocosos y groseros de las personas que, al igual que el militar, piensan que es ridículo idolatrar a un mortal, o el discurso moralista de quien considera una frivolidad sufrir por alguien que ni siquiera pertenece a nuestro entorno, por mucho que nos haya hecho la vida más fácil, más alegre, más divertida, más feliz,… Pues ¿qué queréis que os diga? Para mí tiene mucho más sentido adorar a Pavarotti que a una roca.
El tenor también se me antojaba una suerte de deidad eterna que soñaba algún día poder ver en directo. Y no, no pudo ser. Aquella tarde en la academia no quise contener el llanto ante la mirada desconcertada de los peques. Doble lección, la que tocaba y la que acababa de surgir con la terrible nueva, Se puede querer a quien no se conoce, sentir su muerte, llorar su pérdida. Se puede llorar incluso por un ser ficticio como Chanquete, Lobezno, Son Goku o Leia. Es bueno emocionarse, seas quien seas, tengas la edad que tengas. Es bueno sentir, expresar lo que sentimos, buscar alivio, agradecer y convertir nuestro llanto en tributo por los maravillosos momentos vividos gracias a nuestros ídolos.
Chavela, Robin Williams, Michael, el Gabo, Stephen Hawking, Prince, Sir John Whitmore, Aute, el Califa, la Caballé, mi maestro Ken Robinson,… Y tantos otros que formaron parte de mi vida, de mi desarrollo, de mis mejores días. Todos me hicieron soñar, despierta y dormida. Muchos evitaron más de un tropiezo y más de una pesadilla. Y por todos lloré, me emocioné y seguiré emocionándome al igual que lo estoy ahora escuchando el Adiós amigo de la Carrá. Y esto es lo mejor de todo, cuando pasa la pena gorda y te das cuenta de que, a diferencia de los ídolos originales, los terrenales se van dejando atrás todo un legado que podremos conservar y seguir disfrutando. Los veremos, los escucharemos, los leeremos, viviremos mejor gracias a ellos. Y a muchos los cantaremos y los bailaremos cualquier noche en cuanto nos dejen volver al Milagro.