Música, maestra!

De pequeña debía ser muy lenta porque repetí Parvulitos. O quizás era tan lista que me aceptaron un año antes en el "cole de mayores". Nunca me quedó claro. El caso es que con apenas 3 años ya estaba en Placeres. Así le llamaban y ahora que lo pienso, no podía tener mejor nombre.
Música, maestra
Música, maestra

Era un colegio de monjas, pero el recuerdo que tengo es opuesto a lo que estaréis pensando la mayoría. Me pasé los primeros años de escuela cantando y bailando mientras veía a los arroaces saltando y sumergiéndose de nuevo en la ría. Era un espectáculo digno de la National Geographic y era solo para nosotros. Los días de bajamar saludábamos a las mariscadoras que nos devolvían el saludo divertidas y seguían con su jornada pendientes de las mareas. En los recreos, podíamos jugar en el parque, hacer castillos de arena y correr por el monte, todo sin salir del recinto. Pero esto, aunque parezca insuperable, no era lo mejor de mi cole. Lo mejor de aquel centro era la absoluta veneración por la música y su omnipresencia en cada rincón, en cada asignatura o actividad. 

En Lengua, aprovechaban los dictados para enseñarnos canciones populares como De colores que después cantábamos a coro con la mismísima Joan Baez. Aprendíamos literatura con la Canción de las espigadoras y en gimnasia ensayábamos la coreografía para representarla en el festival de fin de curso junto con el baile de la Yenka. Enrique y Ana compartiendo cartel con la Zarzuela. Así era mi colegio. Nunca olvidé aquellos versos: “Esta mañana muy tempranico salí del pueblo con el hatico…” Os podéis imaginar quién hacía de hormiguita de los despojos. En Sociales y Matemáticas todo lo aprendíamos en forma de canción. La geografía de España, datos de Historia, tipos de diagramas, la tabla de multiplicar... 

Música era una asignatura más, tan importante como Matemáticas o cualquier otra. El aula era una sala llena de estanterías con discos, cassettes, libros, partituras, cajones de instrumentos que podíamos coger y tocar con libertad aunque no tuviéramos ni idea de cómo hacerlo. Recuerdo los sonidos arrítmicos y caóticos de los primeros días y mi desconcierto al ver a la hermana Aurora tan contenta. Me imaginaba a mis “profesoras” de las guarderías por las que había pasado, cualquiera de ellas nos habría encerrado en un cuarto oscuro por hacer tanto barullo. Ella sonreía y se acercaba a unos y a otros para explicarnos cómo coger la pandereta, cómo tocar el triángulo, la flauta, el tambor, las maracas de dos en dos, cómo pronunciar el nombre de mi preferido, el xilófono. “Filósono” encajaba bastante bien para nombrar un instrumento pero no era el caso. 

Me encantaban los días de celebración. Nos dejaban ir a la cocina y cada uno podía coger un paquete de Mi merienda de Bimbo y una tarrina de helado Avidesa. De camino a la capilla, cantábamos "Qué alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén". Yo me preguntaba cómo podíamos alegrarnos de pisarle los umbrales al tal Jerusalén. No entendía nada pero daba igual. Era divertido y la misa cantada también. 

Cuando estábamos acabando 2° de EGB, me enteré de que me habían matriculado en otro centro. El último día, salí cogida de la mano de Olga, mi primera mejor amiga. Me estaban esperando en el patio y apenas pude despedirme. Nos soltamos, nos miramos con un adiós atragantado y cada una bajó por un lado de la escalera. No la volví a ver, apenas puedo recordar su rostro pero lo que no he olvidado nunca es su voz cantando conmigo en los recreos las canciones de Parchís

Tampoco olvidé aquella manera de enseñar, de motivar a los alumnos desde el juego, la diversión y la canción. Llevo décadas aplicando en mis clases todo lo que aprendí en aquel colegio. Allí me enseñaron a enseñar mucho antes de ser consciente de que sería ese mi futuro profesional (en aquellos tiempos decía que de mayor quería ser bruja pero de las buenas). La primera vez que tuve la oportunidad de dar clase, todo aquel aprendizaje volvió a mí como un torrente a lavar el barro de los miedos y los vértigos que opacaban la ilusión. Supe que ese sería mi método en cuanto fui consciente de lo feliz que era en aquel entorno como alumna y que todavía recordaba con precisión cualquier dato aprendido en esos años porque lo que se aprende a través de la música se recuerda para siempre. 

Podría acabar este artículo resumiendo alguno de los estudios científicos que han demostrado esta teoría o hablando del giro cingulado anterior de nuestro cerebro y de su papel en el registro musical y la capacidad memorística... Pero ¿y si en vez de Neurología hablamos de nuestra propia experiencia? Vámonos a la infancia, a la juventud, a la época de mayor aprendizaje, comprobemos qué datos recordamos de entonces y cuántos de ellos están relacionados con alguna suerte de armonía, ritmo, melodía,... Pensemos en nuestras canciones favoritas. Nuestros cantantes, grupos, bandas. ¿Cuántas letras podemos repetir de pe a pa sin necesidad de chuleta? ¿Cuántas emociones, vivencias, sensaciones vuelven a nosotros cuando escuchamos aquel tema de nuestra adolescencia? Cuánto más hubiéramos aprendido si la teoría sobre el poder de la música y su papel en la memoria y el aprendizaje fuese asignatura obligatoria para ejercer la docencia... Música, maestra!