Mi vecino Pachi

Nunca supe el nombre real de Pachi. Solo sé que no era Francisco ni tampoco vasco. Vivía con su madre en el edificio de la librería pero de eso no me enteré hasta el día que lo encontraron en los soportales con un pico colgando del brazo.

Pachi
Pachi

Lo conocí cuando me doblaba la edad en mi primera escuela de piano, Alba Solomúsica, que, al contrario de lo que su sobrenombre indicaba, era mucho más que música. Además de academia y tienda de instrumentos, también era una funeraria. Sí, una funeraria presidida por un enorme piano de cola que te saludaba majestuoso al entrar en el local pero que solo podía ser tocado (en todos los sentidos) por el hijo de los dueños. Los alumnos de la escuela teníamos libertad para entrar, salir y explorar cualquier rincón de aquel enorme espacio en el que se situaba la tienda y nos permitían utilizar los demás instrumentos de la exposición para practicar e incluso para jugar mientras que no llegaba el profe. Las únicas normas eran no romper nada y no tocar el grand piano.

Yo solía llegar antes que nadie y esperaba en el sótano donde estaba el aula, practicando en el piano de clase y sacando de oído canciones que había escuchado en la radio o en los casetes del coche. Eso cuando no me reclamaba la mujer de Barros para que le echara una mano dictándole nombres y apellidos de personas listadas en un rollo de papel que salía de un teléfono gigante al que llamaban fax. Me subía al mostrador de la tienda y, sentada en posición de loto, iba tirando del rollo despacio, maravillada con el invento, y cantando cada palabra, entonando las sílabas tal cual hacía cuando aprendí a leer. Ella escribía a lápiz todo lo que le iba diciendo en una especie de libreta gigante de color granate que luego desaparecía de nuestra vista hasta la próxima llamada.

Una tarde, al bajar las escaleras, descubrí que alguien se me había adelantado. Un melenudo con pantalón pitillo y camiseta heavy estaba sentado al lado del piano. Se giró, apartó el pelo de la cara y sonrió tímidamente. "Hola, soy Pachi.” Recuperada del susto inicial, lo saludé y me senté frente a él observándolo con cierto descaro. Siempre fui una descarada. Me llamaba la atención aquella tribu urbana a la que pertenecía mi padrino y que López tanto odiaba. Lejos de sentirse incómodo, siguió sonriendo y me preguntó qué instrumento tocaba. Me contó que él quería aprender guitarra eléctrica para montar una banda de Metal. Sus rizos eran tan negros como su ropa. Contrastaban con una piel muy blanca y unos ojos verdes inmensos que me recordaban a los dibujos de Candy Candy. Oí llegar a los demás y subí corriendo a jugar hasta la llegada del profe, que no pudo disimular su disgusto al ver al nuevo alumno. Todas sus alarmas saltaron por los mil prejuicios que se tuvo que tragar desde el primer día, pues aquel chico aparentemente problemático resultó ser un alumno ejemplar, educado, obediente y extremadamente cuidadoso con sus palabras.

Durante aquel año, todo cambió para mí en Alba. Cuando llegaba, él siempre estaba allí, sentado en el mismo lugar, intentando entenderse con la guitarra española que el profe le había dado para empezar a practicar. Me explicaba cada día algo sobre los personajes y las bandas de sus camisetas. Me pedía que le sacara al piano temas que traía en su walkman. Carrie era mi favorita. Imposible resistirse a aquellos acordes iniciales... Quería que le pusiese música a alguna de las letras que escribía, casi todas baladas dedicadas a una novia que lo había dejado justo después de tatuarse a cuchillo, literalmente, su nombre en el brazo. Todavía le sangraba cuando me lo contó con ojos de haber llorado durante horas. Ella le había dicho que sus padres no querían que tuviese un novio "drogata" y él decía indignado que no lo era, ni se le había pasado por la cabeza consumir nada. Solo era un crío con gustos diferentes a la mayoría, muchísima personalidad y demasiado romanticismo. Demasiado.

Gracias a aquellas charlas diarias, con 9 años ya sabía más sobre Judas Priest, Iron Maiden, AC/DC, Def Leppard o Barón Rojo que muchos melenudos del Porrón. Había descubierto el verdadero significado del Heavy e incluso había reconocido que Europe eran un poco flojos pero aún así, también me encantaban. Era mi pasión oculta.

¡Pobre de mí si se enteraban en casa de que me gustaba aquella música! Ocultaba mis recortes de Joey Tempest y atesoraba una cinta betamax con aquellos vídeos tétricos de bestias infernales y esqueletos saliendo de sus tumbas, que grababa a escondidas cuando su emisión me pillaba sola en casa.

Pachi no iba bien en el instituto, los profes y muchos de sus compañeros lo trataban como a un apestado "por sus pintas". Al ser diferente a la mayoría, perdía el derecho a ser respetado. Todos esperaban el momento de poder señalarlo con el dedo y acusarlo de algo. Su círculo se reducía a los que eran "como él”, alienados y condenados a caer en los errores por los que, incluso antes de cometerlos, ya habían sido juzgados. A pesar de su pasión por la música y por la vida, la escasa tolerancia del entorno mellaba en su ánimo, y su sueño de llegar a ser un gran músico se fue apagando. Desapareció de Alba de un día para otro. Pasé dos años sin verlo y sin saber nada acerca de su paradero. Su recuerdo, en vez de diluirse con el paso del tiempo, se hacía cada vez más intenso. Al fin, una tarde, volviendo del Conservatorio con mi madre, lo vi sentado en un portal con otros dos chicos. Lo reconocí por sus ojos. No quedaba mucho más de él. Quise acercarme pero ella me lo impidió, me cogió del brazo y se alejó todo lo posible. Él bajó la vista avergonzado y yo no hice nada. Seguí caminando.

Cuando cumplí 13, me regalaron un piano que, en lugar de hacerme feliz, me llenó de tristeza y melancolía. Ese mismo año, escuchando por primera vez a Guns N’ Roses, fui consciente de que había perdido a una de las personas más importantes de mi vida y me preguntaba si algún día la recuperaría. Poco después, una clienta de la librería le contó a mi madre que el hijo de Fulanita, al final, había acabado como todos esperaban. Fue entonces cuando me enteré de que Pachi había sido mi vecino de toda la vida. Aquel día volvió a Alba pero no para seguir tocando su guitarra sino para engordar la lista de nombres apuntados a lápiz en aquella libreta granate.